Alexander Pichushkin comenzó a recorrer desde su infancia todas las etapas que predicen un potencial psicópata. Empezando por el apellido (pajarito, traducido al español) y los problemas que le acarreó a la hora de relacionarse con otros niños. Siguiendo por un fuerte golpe en la cabeza que sufrió cuando contaba con cuatro años de edad y que le causó daños cerebrales. En este punto, siguiendo a Adrian Raine, gran científico de las técnicas de neuroimagen aplicadas a los psicópatas, la violencia se asocia a un defectuoso funcionamiento del lóbulo frontal y temporal, justo los daños que se le diagnosticaron tras aquel golpe con el columpio y que derivó en un sinfín de trifulcas en el colegio. Continuando con una infancia en una familia desestructurada con un padre alcohólico que les abandonó cuando tenía nueve años de edad.
Sin embargo, un punto en la biografía de este psicópata ruso fijó los albores de su macabra visión del mundo. Identificado con un abuelo que fue el que más se preocupó por él y quien le mostró los entresijos del ajedrez y del parque Bitsevsky, dos elementos relacionados con sus asesinatos. Precisamente, el fallecimiento de su abuelo, que fue quien percibió en su nieto a un chico más inteligente y avispado de lo que la gente pensaba, degeneró en una depresión que Pichushkin asumió refugiándose en el vodka y enfrascándose en el conocimiento de Alexander Chikatilo, el asesino en serie más sanguinario de Rusia con 53 muertes a sus espaldas. Una extraña afición que compartía con un amigo con el que empezó ya a trazar planes para futuros asesinatos. Una locura que el que iba a ser su cómplice entendía que iba a permanecer en el terreno de la fantasía y que acabó cobrándose su propia vida. Pichushkin, en vista del paso atrás que daba su amigo cuando se iban a disponer a trasladar a la realidad sus teóricos planes, decidió que él fuese su primera víctima. Tenía 18 años.
El segundo punto que marcaría la sanguinaria historia de este dependiente ruso de un supermercado llegó con la muerte de su perro. Después de aquella primera muerte, Pichushkin llevó una vida rutinaria asociada al vodka, era un bebedor más que ocasional, su trabajo y un parque al que ahora ya no acudía con su abuelo, sino con su mascota. Precisamente, la muerte de su inseparable perro destaparía la ya incontenible personalidad de un hombre decidido a asociar su nombre a una historia de sangre. Mucha sangre.
En el contexto de una Unión Soviética en plena decadencia y en el que la escalada de violencia era brutal, Pichushkin podía moverse a su antojo. 11 moscovitas desaparecieron en 2001 en las alcantarillas de aquel parque, seis en un mes. Hasta una superviviente, la única que hubo, denunció la pesadilla que había vivido cuando sobrevivió milagrosamente, embarazada de cuatro meses, después de ser arrojada al alcantarillado después de haber sido golpeada en la cabeza. La reacción policial a esta denuncia, completamente inexistente. Ante tal impunidad, Pichushkin continuó con sus asesinatos siguiendo siempre la misma rutina: invitar a alguien a tomar vodka al parque con el pretexto de ir a llorar a la tumba de su perro y asestarle allí golpes en la cabeza con su martillo, aquel que había adquirido para sus clases de carpintería durante su juventud. Siguiendo el hilo de la criminología ambiental, Pichushkin no hacía más que moverse por el frondoso parque que conocía a la perfección y esperar la oportunidad idónea para cometer el delito. Muchas de aquellas víctimas eran sus propios vecinos.
Este dependiente ruso mostró además uno de los rasgos que defienden aquellos investigadores que abogan por la singularidad de la psicopatía frente a cualquier otro tipo de delincuencia. Sostienen los defensores del concepto de psicópata que la disminución de la actividad antisocial que se da habitualmente en la década de los 30 años, en el caso de los psicópatas se limita a los delitos no violentos. En este caso se concretó. La conducta agresiva no sólo no disminuyó, sino que se acrecentó de forma trágica. Ya no se deshacía de los cuerpos, los dejaba a la vista. Ya no sólo martilleaba sus cabezas, sino que les incrustaba esa botella de vodka tan presente en su vida. En ese momento, la policía ya sí tomó cartas en el asunto. Empujados además por el foco mediático que empezaba a posarse sobre el parque Bitsevsky y que no hacía más que nutrir ese egocentrismo del dependiente del martillo.

Con la nota dejada por la madre a su niño y las grabaciones del metro en las que se veía a Pichushkin con su última víctima, la policía entró en la casa de la madre de Alexander para detenerlo. Desde la cama, Pichushkin no opuso resistencia. “¿La policía? Debe ser para mí. Dejen que me vista”.
Después, durante el juicio, toda su obsesión fue que la acusación de 49 asesinatos y tres intentos de asesinato se elevaran a los 61 que defendía que había cometido y que le permitían cumplir su macabro reto: superar las 53 muertes de Chikatilo. Durante el juicio, su mirada fría, impenetrable y exenta de cualquier arrepentimiento, sólo se alteró cuando conoció que una de sus víctimas había sobrevivido. Ahora, este hombre capaz de llorar por la muerte de su perro, cumple cadena perpetua por la muerte de 49 personas. “Menos mal que me capturaron, no hubiese sido capaz de parar”
si no os importa pego en este enlace en mi blog, em la entrada de alexander! UN SALUDO!BUEN TRABAJO!
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